Yo era joven, extremadamente joven. Nunca había trabajado en secundaria, casi nunca había pisado un aula de ningún tipo. Y es que tampoco había salido de la universidad. Sin embargo, como andaba bequeando, me encargué de impartir unas lecciones sobre la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer en un curso para profesores y licenciados. Procuré documentarme a fondo. Busqué poetas afines, fuentes germánicas, la última palabra sobre la sífilis de Bécquer y sobre Cartas desde mi celda… En general pienso que pude aportar algo. Pero pronto me di cuenta de que mediaba una pared de recelo entre lo que aquel muchacho medio perdido estaba diciendo y los profesores de literatura que me escuchaban, o por lo menos hacían ver que lo hacían. Terminé explicando que había sido Augusto Ferrán, amigo de Bécquer y el compilador de su obra, quien de algún modo había continuado la obra del sevillano y le había sabido otorgar toda la importancia que merecía. Esto explicaba cuando fui interrumpido por un profesor que levantaba un casco de moto. Era un hombre bastante recio, joven, vestido con un jersey de lana, con una melena de guedejas rubias. Recuerdo perfectamente que exclamó: «¡Con esta mierda de poesía no me extraña que los olvidasen!», e hizo amago de marcharse del aula mientras me amenazaba con el casco.
Yo no cabía en mí del asombro. Como bautismo de un conferenciante, no estuvo del todo mal. El asunto me desconcertó bastante, pero con los años he entendido qué le debió de ocurrir al furibundo profesor de las guedejas y el casco. En lugar de quedarme bloqueado, hoy me hubiera quedado su número de teléfono y lo hubiera invitado a un café o a una caña. Para que me hablara de sus cosas. Para que me hablara de sus cuitas. Para que aprendiéramos juntos.
Estimado profesor del casco a quien hice odiar a Bécquer y a Ferrán, dondequiera que estés. Han pasado casi quince años, pero ahora te comprendería y entendería tu ira. Ahora soy tu compañero y entiendo tu impaciencia. Entiendo que te quisieras ir a tu casa, que no quisieras ir obligado a un curso aburrido que no te servía para nada. Porque ahora sé que tus problemas tienen más que ver con los alumnos que te gritan, como a mí, «Me cago en tu puta madre porque les indicas que bajen los pies de una silla». Porque sé que estás agotado de corregir, y que te invade la sensación de absurdo cada vez que responden las cosas más disparatadas imaginables. Porque sé hasta qué punto, cada día, insinúan que eres un inepto, y te intentan convencer de que eres completamente feliz. Lo que menos necesitabas era que un mozalbete como yo, que no sabía nada de la vida ni de las clases, te largara un rollo de dos horas sobre autores que ni siquiera tienes que explicar, porque ya no hay nada que explicar, sino retazos fragmentarios de restos de una ruina que alguien alguna vez era capaz de entender o paladear. Sé que a diario tienes que pedir perdón por buscar el sujeto de una frase, por pedir que se realice en clase una comprensión lectora o un comentario de texto, porque sé que luchas contra gigantes casi invencibles, como son el desinterés, el materialismo más grosero, los apuntes de clase pisados y en el suelo, y el desprecio de tu sociedad. Sé que ya no te queda fe para creer en más milagros y arcadias de postal. Y que, sobre todo, no te queda tiempo. Porque seguramente tienes que preparar tus clases y te lo impida una burocracia inhumana. Porque, seguramente, eres un buen profe y solo buscas la manera de que tus chicos y chicas aprendan y avancen contigo, y se lo pasen bien en tus clases. Porque, seguramente, tu novio o tu novia estén ya un poco hartos de verte triste o ausente, pensando en las miserias inverosímiles que has de ver cada día, especialmente si eres tutor, a pesar de que la teoría indica que todo tendrá un final feliz y automático. Hasta es posible que, en las vacaciones, puedas disfrutar aún, pese a todo, de unos versos o de alguna novela o de algún artículo de Larra. Y te quede humor para reírte con tus alumnos y pasar un buen rato con ellos. Te habrás fijado en que son precisamente ellos, nuestros alumnos, el refugio contra tanto agobio oficinesco, contra tanta incompetencia, hipocresía y zafiedad concentrada en el mundo de los adultos. Ahora compartimos laberinto, y me acuerdo de ti, profe que me amenazaba con el casco cuando yo tenía veintitrés años.
Aun así, si hubieras tenido doce años, te hubiera firmado una incidencia de clase.
—Andreu Navarra, Devaluación continua: Informe urgente sobre alumnos y profesores de secundaria, Barcelona: Tusquets Editores, 2019.
Aquest llibre me’l va recomanar un company del màster del professorat, que per càrregues familiars no va poder-lo fer en un sol any i va haver de fer-lo en dos anys (amb tot el que això comporta!). De fet, em va sorprendre que la recomanació vingués d’ell perquè resulta que en aquest segon any del màster, em va explicar que un professor del màster (que no havíem tingut el primer any) els havia recomanat precisament aquest llibre d’Andreu Navarra, professor de Llengua i literatura castellana a la secundària. I em va sobtar perquè si bé he tingut bon professorat en aquest màster, la major part del professorat es notava que l’última aula que havien trepitjat una aula era quan als instituts s’hi feia EGB i tot just s’havien creat un parell de lleis educatives, és a dir quan feia poquet que tornàvem a experimentar això de la democràcia.
Així que la formació que t’habilita i t’hauria d’ensenyar a ser professor, la del màster del professorat, s’acaba convertint en un conglomerat de sabers desfasats i tècniques del país de la Piruleta, que tenen poc a res a veure amb el que acabarà essent la tasca docent quan hom surtin d’allà.
Per això em va agradar saber que hi ha professorat del màster que recomana el llibre de Navarra. Que t’apropa al cansament existencial de la tasca docent, que a voltes sembla una novel·la kafkiana, on res té sentit, i només desitjaries quedar-te a casa tancat, a la teva habitació, com Gregor Samsa.
I és que si aquest ofici se sosté, o millor dit, si és que l’escola pública encara aguanta és pels docents bons i professionals que s’hi deixen la pell. Tot i que m’entristeix constatar que cada cop més, per mor de les polítiques educatives, em trobo amb companyes i companys que són portadors de l’angoixa docent de la qual escriu el nostre autor. Una burocràcia que importa més que l’alumnat, perquè si no fos així les autoritats permetrien que nosaltres, el professorat, ens centressim realment en els alumnes, i no ens atiparien amb enquestes, formularis i d’altres documents de recollida de dades que ningú es mira, però que són perfectes per ser exhibits com si es tractés de trofeus en rodes de premsa.
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